martes, 6 de enero de 2009

Recomendación # 9 (II)

El Perfume.

VIII
Centenares de miles de fragancias parecieron perder todo su valor ante esta fragancia determinada. Se trataba del principio supremo, del modelo según el cual debía clasificar todos los demás. Era la belleza pura.
Grenouille vio con claridad que su vida ya no tenía sentido sin la posesión de estas fragancia. Debía conocerla con todas sus particularidades, hasta el más íntimo y sutil de sus pormenores para él. Quería grabar el apoteósico perfume como con un troquel en la negrura confusa de su alma, investigarlo exhaustivamente y en lo sucesivo sólo pensar, vivir y oler de acuerdo con las estructuras internas de esta fórmula mágica.
Se fue acercando despacio a la muchacha, aproximándose más y más hasta que estuvo bajo el tejadillo, a un paso detrás de ella. La muchacha no le oyó.
Tenía cabellos rojizos y llevaba un vestido gris sin mangas. Sus bazos eran muy blancos y las manos amarillas por el jugo de las ciruelas partidas. Grenouille se inclinó sobre ella y aspiró su fragancia, ahora totalmente desprovista de mezclas, tal como emanaba de su nuca, de sus cabellos y del escote y se dejó invadir por ella como por una ligera brisa. Jamás había sentido un bienestar semejante. En cambio, la muchacha sintió frío.

No veía a Grenouille, pero experimentó cierta inquietud y un singular estremecimiento, como sorprendida de repente por el viejo temor ya olvidado. Le pareció sentir una corriente fría en la nuca, como i alguien hubiera abierto la puerta de un sótano inmenso y helado. Dejó el cuchillo, se llevó los brazos al pecho y se volvió.

El susto de verle la dejó pasmada, por lo que él dispuso de mucho tiempo para rodearle el cuello con las manos. La muchacha no intentó gritar, o se movió, no hizo ningún gesto de rechazo y él, por su parte, no la miró. No vio su bonito ostro salpicado de pecas, los labios rojos, los grandes ojos verdes y centellantes, porque mantuvo bien cerrados los propios mientras la estrangulaba, dominado por una única preocupación: no perderse absolutamente nada de su fragancia.

Cuando estuvo muerta, la tendió en el suelo ente los husos de ciruela, le desgarró el vestido y la fragancia se convirtió en torrente que le inundó con su aroma. Apretó la cara contra su piel y la pasó, con las ventanas de la nariz esponjadas, por su vientre, pecho, garganta, rostro, cabellos y otra vez por el vientre hasta el sexo, los muslos y las blancas pantorrillas. La olfateó desde la cabeza hasta la punta de los pies, recogiendo los últimos restos de su fragancia en la barbilla, en el ombligo y en el hueco del codo.

Cuando la hubo olido hasta marchitarla por completo, permaneció todavía un ato a su lado en cuclillas para sobreponerse, porque estaba saturado de ella. No quería derramar nada de su perfume y ante todo tenía que dejar bien cerrados los mamparos de su interior. Después se levantó y apagó la vela de un soplo.
(…)
Tenía la impresión de haber nacido por segunda vez, no, no por segunda, sino por primera vez, ya que hasta la fecha había existido como un animal, con sólo una nebulosa conciencia de sí mismo. En cambio, hoy le parecía saber por fin quién era en realidad: nada menos que un genio; y que su vida tenía un sentido, una meta y un alto destino: nada menos que el de revolucionar el mundo de los olores; y que sólo él en todo el mundo poseía todos los medios para ello: a saber, su exquisita nariz, su memoria fenomenal y, lo más importante de todo, la excepcional fragancia de esta muchacha de la Rue des Marais en cuya fórmula mágica figuraba todo lo que componía una gran fragancia, un perfume: delicadeza, fuerza, duración, variedad y una belleza abrumadora e irresistible. Había encontrado la brújula de su vida futura. Y como todos los monstruos geniales ante quienes un acontecimiento externo abre una vía recta en la espiral caótica de sus almas, Grenouille ya no se apartó e lo que él creía haber reconocido como la dirección de su destino. Ahora vio con claridad por qué se aferraba a la vida con tanta determinación y terquedad: tenía que ser un creador de perfumes. Y no uno cualquiera, sino el perfumista más grande de todos los tiempos…


de Patrick Süskind

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