Yo debía tener entonces entre once y doce años. No lo recuerdo, pero tendría también una tez de raso y un fresco color de rosas en las mejillas que aún no conocían de lágrimas verdaderas.
Amaba las bellezas de las tarjetas postales, tan de moda entonces. Un día aparecí en la escuela rigurosamente pintada con un diluido de carmín que mi mamá decoraba ciertas flores de sus postres caseros, con el pelo de la frente en un impecable rizado negroide, los zapatos de granes tacones de mi hermana, y bajo los ojos anchas ojeras a carbón de una caja de lápices, también de mi hermana que entonces aprendía dibujo con el Cónsul brasileño.
No sé cómo burlé la vigilancia doméstica, ni cómo pude cruzar el pueblo tranquila en esa estampa. Recuerdo sí el espantoso silencio que se hizo a mi paso por el salón de clases, y la mirada enloquecida y desesperada con que me recibió la maestra, aquella admirable Manuela Vestido que formó cuatro generaciones de niños. Recuerdo también como si hubiera sido ayer, su voz enronquecida al decirme:
-Ven acá, Juanita.
Avancé hacia su mesa entre desconfiada y orgullosa. Y otra vez su voz ronca:
-¿Te encuentras muy bonita así?
-Yo… sí…
-¿Y te duelen los pies?
¡Ay, cómo ella lo adivinaba todo! Yo hubiera dado en aquel momento un cielo por un par de zapatos viejos. Pero era un ángel altivo y contesté con entereza:
-Ni un poquito.
-Esta bien. Vete a tu sitio. A la salida, iré contigo a tu casa, pues tengo que hablar con tu mamá.
Fue una tarde dura la cual, oí de mis compañeras toda clase de juicios, advertencias y consejos, en general, leales. Solo estuvieron contra mí las dos niñas modelo. Empecé entonces a conocer la dureza de los perfectos.
No sé qué hablaron mi maestra y mi dulce madre. En mi casa no estalló ningún polvorín, no se me privó de mi plato de dulce, nadie me hizo un reproche siquiera.
Sólo me dijo mi mamá después de la comida:
-Juanita, no vayas a lavarte la cara.
Con asombro que llegaba al pasmo, pregunté apenas:
-¿No?
-No, ni mañana tampoco.
-¿Mañana tampoco, mamita?
-Tampoco hija. Ahora anda ya a dormir. Desabróchale el vestido, Feliciano.
Y fue mi madre quien me despertó al otro día, quien vigiló mis preparativos para la escuela y quien, al salir, me llevó a su gran armario de luna, y me dijo en un tono de voz absolutamente desconocido para mí:
-Vea mi hija, la cara de una niña que se atreve a pintarse a su edad.
¡Dios de los universos! Aquella cara parecía un mapamundi. Y aquella chiquilla encaramada sobre un par de tacos torturantes, era la verdadera estampa de la herejía.
Me eché a llorar silenciosamente. Vi los ojos tiernos de mi madre llenos de lágrimas. Yo todavía no sabía de arrepentimientos y desesperada, me dirigí hacia la calle, con mis libros y cuadernos en tal desorganización que se me iban cayendo por el camino.
Fue mi santa Feliciano quien me alcanzó corriendo, casi a media cuadra, y allí mismo me pasó por la cara, sollozando, su delantal a cuadros y azules. Ya casi no le cabía yo en el regazo, pero volvió a casa conmigo a cuestas, y las dos abrazadas, lloramos desoladamente el desastre de mi primera coquetería.
Juana de Ibarbourou
(adaptación)